Shownotes
Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.
(1 Pedro 2:24)
Sanados por sus heridas
No fue el cuerpo del Señor el que llevó nuestros pecados; fue “él mismo” el que llevó nuestros pecados en su cuerpo. Isaías 53:10 es explícito en este punto: “Cuando hiciere su vida (alma) ofrenda por el pecado” (VM). El alma es el centro de los sentimientos y las emociones más íntimas. Los sufrimientos soportados por el Señor en su alma no pudieron ser percibidos por nadie más y fueron más intensos de lo que podemos imaginar. Llevar nuestros pecados fue un sacrificio total–un sacrificio que ha expiado, con perfección inigualable, la totalidad de los pecados de cada creyente.
Como propiciación de Dios, el Señor Jesús murió por los pecados de toda la humanidad (véase 1 Jn. 2:2); así, a través de su muerte en la cruz, la santidad y la justicia de Dios fueron vindicadas completamente, y ahora puede extender su misericordia a todos los hombres. Él no llevó los pecados de todos, sino “de muchos”. “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (He. 9:28). Su sacrificio fue suficiente para todos, pero solo los que lo aceptan por fe reciben sus beneficios.
Si Jesús llevó nuestros pecados, ¿por qué tendríamos que seguir relacionándonos con el pecado? Judicialmente, su muerte marcó el fin de nuestros pecados y, por lo tanto, los creyentes son vistos por Dios como “muertos a los pecados”, totalmente liberados para poder vivir “a la justicia”. La expresión “por cuya herida fuisteis sanados” no hace referencia a las heridas físicas que le infligieron sus verdugos, sino a las heridas del terrible juicio de Dios que cayó sobre él durante las tres horas de tinieblas en la cruz. Esto otorga una sanación espiritual perfecta. Puesto que nosotros, que le pertenecemos, hemos sido sanados de esta manera, es justo y apropiado que vivamos diariamente en feliz sumisión a su voluntad y en obediencia a su Palabra.
L. M. Grant