Shownotes
Esta es la ley… la cual mandó Jehová a Moisés en el monte de Sinaí, el día que mandó a los hijos de Israel que ofreciesen sus ofrendas a Jehová, en el desierto de Sinaí.
(Levítico 7:37-38)
La provisión de Dios para la necesidad del hombre
En el Libro de Levítico veremos, mayormente, lo que bien podemos llamar «la provisión de Dios para la necesidad del hombre»: un sacrificio, un sacerdote y un lugar de adoración. Estas cosas son esencialmente necesarias para acercarse a Dios, como lo demuestra abundantemente este libro. Todo fue diseñado y designado por Dios, y establecido por su ley. Nada fue dejado a la débil imaginación humana, o a su prudente improvisación. «Aarón y sus hijos hicieron todas las cosas que mandó Jehová por medio de Moisés» (Lev. 8:36; 9:6-7). Ningún sacerdote, ni nadie del pueblo, podía dar un solo paso en la dirección correcta sin la palabra del Señor. Y sigue siendo así. No hay ni un solo rayo de luz en este mundo entenebrecido, salvo el que emana de las Santas Escrituras. «Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino» (Sal. 119:105).
Es verdaderamente agradable cuando los hijos de Dios honran su Palabra dejándose guiar por ella en todas las cosas. Hoy en día necesitamos, tanto como los israelitas en aquel entonces, ser dirigidos y guiados divinamente para poder presentar una adoración aceptable a los ojos de Dios. «Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Juan 4:23).
En nuestra adoración, necesitamos más que sinceridad o devoción sentimental. Esta debe llevarse a cabo en la unción del Espíritu, y en conformidad a la verdad de Dios. ¡Pero lo poseemos todo, bendito sea su glorioso Nombre, en la Persona y obra de nuestro amado Señor Jesús! Él es nuestro Sacrificio y también nuestro Sumo Sacerdote, y nuestra entrada directa al Lugar Santísimo. ¡Oh, permanecer cerca de su costado traspasado, y sentir constantemente que Él es el terreno, el material y el dulce incienso de toda nuestra adoración!
C. H. Mackintosh