Shownotes
Harás también a la tienda una cubierta de pieles de carneros teñidas de rojo, y una cubierta de pieles de tejones encima.
(Éxodo 26:14)
Las cortinas y cubiertas del tabernáculo (3)
La tercera cubierta era de pieles de carneros teñidas de rojo. Cuando recordamos que el carnero era el animal utilizado en la consagración de los sacerdotes, la cual estaba marcada por la devoción o dedicación, rápidamente podemos ver cómo esta cubierta apunta a la consagración de Cristo a Dios; y al estar teñida de rojo, nos habla de Su consagración hasta la muerte. No vemos ningún número mencionado en relación con esta cubierta, como sí fue el caso de las otras, pues la consagración de Cristo, en su dedicación a Dios, fue sin medida alguna. Cuando entramos en estos detalles, ¡con qué perfección la Palabra de Dios resplandece ante nosotros!
La cubierta superior, que era la cuarta y última, estaba hecha de pieles de tejones, cuya característica principal era la resistencia al mal tiempo. Al ser la última de las cubiertas, esta podía ser vista por todos los que estaban fuera del tabernáculo, pero no revestía ninguna belleza a sus ojos. Los que estaban dentro podían alzar su vista y ver la cubierta interior a la luz del candelero que resplandecía sobre ella; y en el deslumbrante esplendor reflejado en el oro, sus bellezas y glorias llenaban su visión.
¿Podemos ver en esto una figura de Cristo? Leamos lo que dice Isaías: «no hay parecer en Él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos» (Is. 53:2). El corazón natural (quien está «fuera») no ve belleza en Cristo, pero el corazón guiado y enseñado por el Espíritu de Dios (es decir, quien está «dentro») puede ver siempre las bellezas nuevas y puras de aquella gloriosa Persona.
La lluvia y la tormenta podían caer cada cierto tiempo sobre la cubierta de pieles de tejones, pero lo soportaba todo perfectamente. De la misma manera, nuestro bendito Señor resistió siempre los terribles ataques de Satanás. No había en Él nada que correspondiera con el maligno. «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí» (Juan 14:30).
J. T. Armet