Shownotes
La ley, teniendo la sombra de los bienes venideros… nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan.
(Hebreos 10:1)
Perfectos para siempre
Fue sobre la base de un sacrificio ofrecido y aceptado que los hijos de Israel fueron constituidos como un pueblo adorador de Dios. Y es sobre la misma base (es decir, un sacrificio ofrecido y aceptado) que los creyentes en Jesús son ahora constituidos en un pueblo adorador de Dios. El contraste entre ellos es inmenso, y está fuertemente resaltado en la Palabra, especialmente en la epístola a los Hebreos.
Los sacrificios judíos jamás alcanzaron la conciencia del que ofrecía el sacrificio y, al mismo tiempo, los sacerdotes judíos nunca pudieron declarar limpio al que se acercaba. Las ofrendas y sacrificios que se ofrecían bajo la ley, como nos dice el apóstol, no podían perfeccionar, en cuanto a la conciencia, a los que se acercaban a adorar. La conciencia, siendo siempre el reflejo del sacrificio, no podía ser perfecta, ya que el sacrificio no era perfecto, «porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados» (v. 4).
El judío, por su sacrificio, estaba limpio solo ceremonialmente, y tan solo por un instante, pero el cristiano, por medio del sacrificio de Cristo, realmente lo está, y lo es para siempre. ¡Oh, qué dulce expresión, «para siempre»! El privilegio común de todos los creyentes es el estar perfeccionados como adoradores delante de Dios. El testimonio de la Escritura es totalmente explícito en este punto tan profundo e importante. Porque los adoradores, una vez purificados, no tienen ya más «conciencia de pecado». Por la obra de Cristo a nuestro favor, todos nuestros pecados fueron quitados. Y, ahora, por fe en la Palabra de Dios, sabemos que todos estos han sido perdonados y olvidados. Por lo tanto, podemos acercarnos a Dios, y estar en su santa presencia, en la alegre seguridad de que ya no hay pecado ni mancha en nosotros. Cuando creemos en esto, todo sentimiento de culpabilidad desaparece.
C. H. Mackintosh